Pocos domingos de ramos he pasado a veinticinco grados, sol a espuertas y un vientecillo cálido en la sien. Cuando era pequeña siempre llovía. Me calaba y terminaba con los calcetines de perlé chorreando, o tenía un frío de castañetear gracias al vestidito ideado para ilusiones de buen tiempo. Un fastidio. En las calles de mi pueblo chocabas con las palmas que terminaban enredadas en las verjas de las ventanas. Por aquí se ven más ramitas de laurel que palmas, aunque esta mañana he visto unas cuantas, eso sí de tronío, más bien grandecitas y con lazo, grandiosas, como de pudientes catedralicios.
Con tanta criatura versada en túnicas de todos los colores sueltas por el centro, he tenido que huir -últimamente no soporto los curas y sus circunstancias- y desayunar en la cafetería del Casino con la balconada sobre el Tormes enterita para mí. El agua corre a zancadas bajo mis pies, su tintineo ahoga el redoble de los tambores piadosos. Las hojas de los álamos han crecido, casi puedo tocarlas, su verde naciente se resiste a declinar. El café acelera los sentidos y la prensa me despierta. Titular: Versace entre las ratas. La letra pequeña: Los niños de “El Gallinero” se llaman: Armani, Napoleón, Aznar, Versace o Irlanda. Casi me caigo al río. Llamarle a un hijo o hija, no sé, Irlanda pase pero Aznar, así…, a secas; ¡fíjate!, me inclinaría más por Aznar – Gadafi de todos los Santos, suena como más de pila bautismal. Las ratas del Tormes todavía duermen y las cámaras de fotos arriban por poniente.
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