22.12.06

un día

"Hoy he colocado cuatro veces los cepillos de dientes bien. He subido la persiana de mi cuarto, había un pétalo rosa en el balconcito y he recolocado los cepillos de dientes. Ahora todos miran al frente, alineados, uno junto al otro, pegados, la pasta en el centro, mirando al frente. Los he colocado y he vuelto a mi cuarto, he bajado la persiana y de nuevo la he vuelto a subir.

Por fin.
Se ha ido el pétalo."

Alejandra Vanessa.

18.12.06

16.12.06

confusión

Uno de mis recursos para no pasarme el invierno encerrada al calorcito de la lumbre es el teatro. Ayer, con mi atrezzo de princesa de la estepa rusa, después de cenarme un abisinio, y con los labios salpicados de azúcar, me acerqué al liceo para ver la "exitosa" obra de José María Pou, de la que sólo sabía que era "muy divertida, aunque con una temática muy seria: la confusa naturaleza del amor" -con lo que seguía confusa, la verdad, menos mal que me queda mi intuición-. La cabra o ¿Quién es Sylvia? es una obrita de teatro convencional, con sus tres actos y sin efectos especiales que, aderezada con unas raspas de teatro del absurdo, baña en comedida un tronquito de tragedia sentimental cruda y disparatada. Es provocadora; palabras ágiles y despiertas, diálogos cínicos y agudos, te atrapan poco a poco; envuelve en carcajadas la crueldad y el veneno que esconde. Es una historia de amor y cuernos, de un amor "fou", de ese amor ciego que arrasa con todo, es la historia de amor de Martín y Sylvia. De una Sylvia, que sólo alcanzamos a ver en la última escena, maltrecha y dolorida víctima de una venganza doméstica. Muy diferente de la Silvia de "muslos bruñidos, unos muslos livianos y definidos al mismo tiempo como el estilo de Francis Ponge [...] el fuego le desnudaba las piernas y el perfil, adiviné una nariz fina y ansiosa, unos labios de estatua arcaica [...] Sentí que si alguna cosa deseaba saber en ese momento era Silvia, saberla de cerca y sin los prestigios del fuego, devolverla a una probable mediocridad de muchachita tímida o confirmar esa silueta demasiado hermosa y viva como para quedarse en mero espectáculo", de mi querido Cortázar, que he recordado en esta mañana de sol lejano y flechas de hielo.
Y por supuesto, me he acordado de la pequeña Silvia de ojos grandes y pies pequeños.
Ahora, el lunes, toca la apoteosis del Carmina Burana que después de ver los carteles me temo un circo o una mascletá con tanta pirotecnia.

11.12.06

desayuno

El trigo verde sueña aterido bajo una manta de escarcha. Los pajaritos prendidos en los cables eléctricos desayunan al sol. En Valencia, Alba estrena unas manos delgadas y torpes; levanta con tiento su taza de café y sonríe. No puede dejar de mirarlas: "Son preciosas". Es martes; cuarto menguante.

6.12.06

en la carnicería

La mujer talle de avispa esperaba su turno en la carnicería. Sesenta y cinco, negro, impar, parpadeó titubeante en el marcador electrónico de contornos redondeados. La mujer rubia de jersey verde pistacho y culo apretado detalló con voz sibilante su pedido.

Como un golpe de mar sintió un aliento de brisa veraniega en la nuca. Un olor salobre y penetrante la envolvió. Una marea masculina ascendió como un hilillo frío espalda arriba. Se volvió, un hombre moreno de mirada oscura y torrencial exhibía su número. La mujer talle de avispa dio un paso atrás, su nalga rozó aquella verga resbaladiza bajo el vaquero deslucido. Insistió. El hombre no se resistía. Allí seguía agitando su número: él era el siguiente.

3.12.06

crying men

En Crying Men, Sam Taylor-Wood compone una mascarada de hombres solitarios con sus 27 retratos de actores -retratos hermosos, sin transgresiones, que recuerdan algunos cuadros famosos-, que bien podría llamarse "el llanto de los héroes".

Ed Harris de ojos finos, azul agua, piel bruñida por el sol y barba incipiente padece su pena descuidada sin lágrimas. A su lado, unos centímetros más abajo, Sam Shepard, pensativo y abatido en blanco y negro. Arriba cerca del techo, la imponente presencia de Laurence Fishbore nos mira fijamente, con un llanto rotundo y transparente; un surco de lágrimas baja por sus mejillas hasta el suelo. Daniel Craig, un rubio con camisa negra y anillo de plata busca en su mano el consuelo para sus lágrimas. Paul Newman en blanco negro oculta la mitad de su rostro con su mano de número uno, y con el ojo vivo nos mira de lejos, desde la oscuridad del pesar que se oculta a las miradas ajenas; dolor escondido entre las arrugas de su cara. Gabriel Byrne, apoyado en la ventana, nos oculta en su mirada la pena que delata su boca. Forest Whitaker llora desconsoladamente con ojos lavados y boca temblorosa. Sentado en un rincón, Jude Law se abraza a sus rodillas temeroso de mirarnos con ojos afligidos. Benicio del Toro con los ojos cerrados, con el rostro tenso como el de un cantaor a punto a punto de arrancarse el corazón en un quejío. Al fondo de la sala, el retrato luminoso de Robert Downey jr., desnudo, tendido sobre una cama, con los ojos ausentes y la mirada perdida; su calma y serenidad de cristo yacente nos devuelve la calma después del luto.