28.4.06

lilas


Hoy es un día blanco. Esta mañana, la vecina, una jubilada rubia, de lengua afilada y manos ruidosas, me ha regalado un ramo de lilas blancas, perfumadas con olor a jueves de abril.

"Quand je vais chez la fleuriste
Je n'achèt' que des lilas
Si ma chanson chante triste
C'est que l'amour n'est plus là"

Esta tarde el estanquero de los cigarros que casi no fumo, un moreno de nariz judía y ojos de treinta y tantos, me ha regalado un par de kits japoneses para comer: palillos de cerezo, mantel bordado, servilleta y posatacitas de té.

"Dieu est un fumeur de havanes
Tout près de toi, loin de lui
J’aimerais te garder toute ma vie
Comprends-moi ma chérie

Tu n’es qu’un fumeur de gitanes
Et la dernière je veux
La voir briller au fond de mes yeux
Aime-moi nom de Dieu"

Ahora, sólo me queda colarme en el traje chino de seda negra, estampado con dragones verdes, cerezos en flor y puentes de madera; prender las lilas en el pelo, y seducir al moreno rapado de labios de faraón, en la casa de la luna del té de agosto.

25.4.06

vanguardias rusas


Era la primera tormenta del año, los truenos la delataron, y el granizo cubrió de blanco en pocos minutos la plaza de la Guardia de Corps, y el recién estrenado busto de Dña. Clara Campoamor -con un tamaño más de cabezudo de procesión que de un bronce para jardín de capital-. Esto era el sábado a primera hora de la tarde, pero el lunes el calor y el sol relampagueaban con fuerza y sorpresa para todos los madrileños.

Entre una y otra estampas pasaron horas de imágenes abstractas, en la oscuridad programada de las luces que solo iluminaban los radiantes objetos
memoria de una revolución fracasada: el desarrollo virtual del monumento de Tatlin a la III Internacional, los carteles panfletarios para el proletariado ruso, o los cuadros en blanco y negro, declaración programática del suprematismo de Malevich: el Cuadrado negro, el Círculo negro y la Cruz negra.

Bajo los círculos y los triángulos de madera de melocotonero, enroscados, y encajados, círculos dentro círculos, de Ródchenko, la melancolía, que rodaba diez pasos más allá entre los colores planos de Popova: rojo sangriento, un amarillo de trigos requemados de la estepa rusa y el negro del silencio, vuelve y me rodea entre las sombras constructivistas de los cuadrados dentro de cuadrados, y el Negro sobre negro.

Recobrada la nostalgia en otra vuelta entre las sombras, todo parecía perdido, sin embargo, algunos kilómetros más allá, el colorido poético y fantasioso de la Rusia imaginaria de Kandinsky y Chagall, o las formas vanguardistas del juego de té de Suetin, destilaban la energía vibrante de la luz primitiva e ingenua confinando al destierro la morriña latente bajo las válvulas del corazón.

Y en el último piso, alejadas del bullicio entre el silencio oscuro y los marcos de madera, me esperaba la gran sorpresa de la exposición: la fotografía. Allí estaban: El bodegón con Leika , las fotos de engranajes y piezas de máquinas, el retrato del pionero o los pinos tomados en picado de abajo arriba, y como no los retratos de Maiakovski. De pie con gabardina y sombrero, de frente con los ojos a punto de estallar, o con el cigarro en la comisura de los labios, a punto de caerse, y ojos de gallego desconfiado que desafían a la cámara de Ródchenko, en una pose tan bien imitada por un señor de Lalín.

21.4.06

el azar

Joyce Vincent ha pasado estos dos últimos años frente a un televisor encendido que no podía ver ni escuchar. El cadáver de esta londinense de 40 años fue descubierto en enero, después de que su casero echase de menos el alquiler y se decidiese a tirar la puerta abajo. En la salita se encontró con una inquilina apestosa y descompuesta, sentada en su butaca favorita a la lado de la bolsa de la compra y los regalos de Navidad. Joyce murió sola. Nadie la echó de menos. En estos dos últimos años la televisión no dejó de vociferar día y noche acompañando su descanso eterno, sin importar a los vecinos.

En Madrid, un hombre de 30 años apuñala a una compañera de trabajo, golpea al encargado y se tira de un quinto piso, después de recibir la carta de despido de la empresa Mallorca para la que trabajaba. Requiebros del destino han querido que el hombre de 30 años salvase su vida al rebotar en el morro de una furgoneta de la empresa Mallorca, que pasaba por allí.

18.4.06

alto el fuego

La madrugada escurre las horas cuesta abajo, y en las trincheras nubes de polvo rojizo me impiden ver la pantalla. Un fuerte olor a roña galvanizada calienta el cansancio tras horas de combate con los ganchos. Su dureza puede conmigo... Agotados los esfuerzos. Son las cuatro, el camión de la basura pasó hace rato y el vecino acaba de apagar el ordenador. No hay rastro de luz tras las ventanas. Los garfios recién estrenados desafían la luna opaca que no aúlla ni queriendo.

No hay manera, ni las horas de sueño entre almohadones de plumas doblegaron los garfios. El riego con aceite de almendras no ha surtido efecto; me temo que los ganchos no tienen poros. Una pena..., mi gozo en un pozo. Esto se complica cada vez más. Son malísimos: ahora el orín se ha incrustado en el mecanismo de las teclas, y cada vez resulta más difícil conseguir que funcionen. Tres, cinco, nueve..., veces tengo que atizarle para lograr que la s despierte, apenas existe, ¡qué pesada!
Hoy hace sol, y ¡hasta calienta! Pero los garfios han empeorado. Me regalan para desayunar un lamento con chirrido que me atraganta la magdalena. Así no hay manera, no puedo moverlos. Afuera un redoble de tambores y de cornetas desfilando me sube un perfume de claveles y velas entre mantos de terciopelo y oro.

Bueno, ya le empiezo a ver algo, aunque tal vez es efecto de sábado soleado. Pues sí, tiene sus ventajas: rasca estupendamente la espalda con sus puntas afiladas, y de un solo impulso lo clavo en la tierra y ya tengo hueco para plantar un pensamiento. Lo peor es este rechinar y esta parsimonia a todas horas, al polvo ya me he acostumbrado.

Como es domingo, duermo la siesta al sol lejos de los mequetrefes que verdean a las orillas del Tormes. Al despertarme los garfios han desaparecido. Y otra vez las manos con cinco dedos, unos más largos que otros, pueden frotarme los ojos. Más delgadas que antes, un poco más largas, tal vez -como siempre las quise-, impecables. Dos metros más allá, el hombre pelado esconde con pavor sus manos en los bolsillos del chaquetón a cuadros.

Y se ha pasado el puente con éxodo incluido.

12.4.06

la batalla

Mi Finito me dice, unas líneas más abajo, que aún sin manos seguiré escribiendo. Y sí, así parece. Después de todo tenía razón; aunque, tecleo con dificultad, a trompicones. No consigo habituarme. Bueno..., después de todo es poco tiempo el que llevo. Necesito acostumbrarme. Ya sé que las cosas no se logran a la primera. Y yo precisamente, debería saberlo, todo me cuesta mucho trabajo, más de un intento y de dos... Una vez más, me armaré de paciencia, y poco a poco todo será más llevadero. Sin duda, con la práctica adquiriré más agilidad y rapidez. Primero, aprenderé a manejarla bien, con soltura. Y, además, después de todo llevo unas horas tan solo, y eso es muy poco tiempo. Cuando desperté esta mañana, luego de un sueño agitado, me encontré en la cama con las manos vacías, mejor dicho, y para no faltar a la verdad, sin manos pero con unas prótesis de acero galvanizado, negras como el sueño. Las articulaciones padecen una artrosis ligera producto del oxido acumulado entre las ranuras, pero responde a los impulsos cerebrales y, aunque a deshora, consigo que le haga caso a mi cuerpo serrano. El repiqueteo metálico de los ganchos —algo maltrechos por la dureza de la batalla contra las teclas— avanza en formación de dos en fondo hasta las trincheras de las palabras que una tras otra van cayendo en la pantalla.

9.4.06

domingo de ramos


"el que no estrena, no tiene manos."

No recuerdo haber pasado más frío en vida que en Domingo de Ramos. Ese era mi domingo favorito. Cuando era pequeña, siempre estrenaba algún modelito pero, la mayoría de las ocasiones, el tiempo no acompañaba al atuendo elegido por mi madre, eternamente fantaseando con un bonito y soleado día de abril. El vestido de flores azules, menudas y saltarinas, repleto de nido de abeja, con la chaquetita blanca algodón, no daba el suficiente abrigo en aquella mañana húmeda y lluviosa, y los zapatos de charol acababan convertidos en pateras a punto de hundirse con todo el agua que empapaban los calcetines de perlé. Esas domingos, aterida, agitaba con fogosidad la palma, hoja de lanza -una palma lacia y austera sin trenzas ni colgajos cursis-, quizá esperaba que tales aspavientos me librasen de aquel gélido viento que rechinaba entre las costillas y los pulmones. Otros años teníamos más suerte y el modelito de cazadora y falda tableada en mezclilla de franela gris nos tapaba el corazón inquieto y los ojos asustados de tanta palma y rama de olivo que luchaban por arrearle coces al borriquito, que bajaba presuroso las escaleras de la iglesia de San Francisco. Mi estreno favorito fue aquel pichi de pata de gallo verde en paño de lana con un jersey blanco y medias blancas con pompones. ¡Qué delicia! ¡Cuánto abrigaba y qué poco pesaba!
Esta mañana no tengo nada para estrenar: ¿sin manos, ya no podré volver a escribir?

6.4.06

chicas del 75

Malena lucía con orgullo sus negros ojos achinados despejando su carita tozuda con una pequeña pañoleta azul cobalto, que le recogía la melena detrás de aquellas orejas más bien de soplillo. Viniese o no al caso, le encantaba soltar en las conversaciones sus frases favoritas de "El Gran Timonel": "Mientras sea monje tocaré la campana", "Esto es como barrer el suelo: donde no llega la escoba, el polvo no desaparece solo", y otras lindeces del estilo. Una noche de temporal perdió su pañoleta en una esquina de aire cruzado en la plaza da Algalia, y ya nunca más recordaría los pensamientos floridos de ninguna revolución cultural. Sin embargo, nunca dejó de fumar como un carretero.

Romina era menuda y bajita, una hippie de figura normalita que escondía sus ojos verdes entre el revuelo de sus rizos morenos antes de cepillarse a los novios de todas las amigas.

De pequeña, Rebeca, enmudecía ante las preguntas de la maestra; de mayor, hechizaba con sus ojos de gata sobre el tejado de zinc. Sus novios padecían de jaqueca de tantos cabezazos que se propinaban contra la pared del dormitorio, y ella..., ella mataba la culpa rasgando la vena de su muñeca izquierda.

Carolina plantó a su novio, el moreno guapísimo, por un artista en ciernes al que abandonó por un cubano que la arrumba entre sus mil y una fantasías.

2.4.06

cerezos


Soy urbana, una chica de provincias urbanita. ¡Qué le voy a hacer! Cosas de la vida. Para campo, con el de mis macetas me voy arreglando. Si tengo mono planto la sillita roja en el balcón, a la sombra de la adelfa, entre tulipanes y geranios, para recitar por lo bajinis al aire de abril aquello de: "Tus ojos me recuerdan las noches de verano. Y tu morena carne los trigos requemados, y el suspirar de fuego de los maduros campos...". Y lista, ya tengo para un mes. Pero esta temporada, andaba yo inquieta, esa dosis de tierra no me bastaba, y eso que el níspero parece que ha prendido después de todo el invierno bajo palio. ¡Todo un logro! Sin pensármelo dos veces me apunté a la excursión de mi floripandi al valle del Jerte para ver los cerezos en flor. Las montañas lucían de invierno en un gris azulado mate reposado. Cerca de las cumbres los cerezos seguían hibernados pero en las laderas, desde el fondo del valle, de blanco reluciente los cerezos con sus flores níveas y lozanas cercaban al invierno y nos presagiaban el dominio de la primavera.

Claro que, en tiempos de movimientos de masas, lo que prometía ser un día de mantel a cuadros y tortilla se convirtió en rebaños de niños por doquier, reatas de autos, atascos y sobredosis de ropa deportiva. Con la honrosa excepción del esbelto guardia civil enfundado en su ajustado pantalón verde alfalfa y sus botas negro zaino bien calzadas hasta la rodilla, sólo le faltaba el famoso tres cuartos de cuero marrón. ¡Uhmm...! ¿Quién habrá inventado ese uniforme? Todo un hallazgo. Bueno, que me pierdo. Como nosotros ayer, los japoneses celebran la floración de los cerezos con el festival del Hanami. A la sombra de los sakura –cerezo en japonés-, se reúnen las familias y amigos, y comparten los alimentos que todos aportan, para celebrar la vida. Para los japoneses, los sakura representan la belleza y delicadeza, lo efímero de la vida humana ya que las flores bellas y sencillas viven muy poco tiempo en el árbol. En la antigua tradición Samurai, la flor del cerezo representa la vida del Samurai, dispuesto a morir por su señor, y antes que ver su nombre deshonrado por incumplir alguna de las normas del bushido. De vuelta a casa, empachada de sakuras, y con los grises y blancos abarrotando mi retina, recordé a Yukio Mishima que utilizó el harakiri –ritual legendario de los samurai- para suicidarse, mientras saboreaba un delicioso bombón relleno de higo, delicatessen de la tierra del Jerte.