15.5.04

perseguido

Sus perseguidores están cada vez más cerca. Les lleva poca ventaja a los hombres de Burjak. ¿¡Ese estruendo!? —ahora tan nítido—, no hay duda, los disparos de las kalasnikov.
—Tengo que pasar a Irán como sea, o ¡adiós reportaje! Tengo las fotos de los campos de opio, de las pistas, de los aviones, de los embarques; del jefe Burjak dirigiendo, supervisando las operaciones, vigilando. ¡Qué mala suerte que me descubrieran! —Rafael sabe que caer en manos de los señores de la guerra sería su fin: adiós a la fama, adiós al pellejo. Su única salvación es entrar en Irán. Estos amos de Afganistán no se andan con bromas, y menos un miembro del gobierno.
Ahora, este lago tan brillante de aspecto denso y pastoso. Todavía puede recordar su olor sucio. Se acerca y, con el dedo índice, prueba el agua; un regusto a sales, a azufre. Una peste hirviente, hasta parece que sale humo del agua tan caliente. Imposible beber, imposible cruzar a nado, demasiado caliente, demasiado largo, demasiado esfuerzo, demasiado cansancio. Demasiado cansancio acumulado después de dos días escapando de los hombres de Burjak.
—¡Más disparos! Las kalasnikov, cada vez más cerca. Tengo que llegar a Irán como sea.
Busca el viejo muelle destartalado y los cobertizos. Al primer golpe de vista, los encuentra muy cerca del árbol seco. Son su salvación: ahí estará la barca convenida con el guía, que le ayudó a cruzar la frontera. Corre con avidez salvadora. Revuelve en los cobertizos; nada, ni una miserable barca. Nada, solo unas latas vacías de gasolina, tablas, madera, y más madera en el muelle ruinoso.
—El “hijoputa” del guía no ha cumplido el trato, después de los 300 dólares que le pagué —maldice con rabia.
—No puede ser; tengo que cruzar a Irán —Desesperado mira el lago enorme, tranquilo y en calma.
—Tengo que llegar a la otra orilla como sea… ¡a gatas!. Los hombres de Burjak están al llegar. A gatas, aunque sea a gatas —repite, exhausto y excitado.
Rafael coge todas las tablas que puede del cobertizo; coloca unas cuantas, una tras otra, sobre el agua caldosa y maloliente. Una senda, sí, una senda: una tabla delante de otra. Al andar, ¡no, mejor gatear! —más seguro—, puede utilizar las que deja atrás para ir abriendo el camino. Rafael, de rodillas, tratando de guardar el equilibro, comienza su travesía. A lo lejos, en el confín de la llanura, puede ver el polvo que levantan los jeeps de los señores de la guerra.

2.5.04

mala hora

No hay nadie en la planta, sólo una pareja que ya sube las escaleras. Las llaves tintinean en mis dedos. Vuelvo otra vez la cabeza, nadie aparece. Me encamino al ascensor, los nervios aceleran mi palpitar: ¡que tarde, ya no llego¡. Acelero. Al torcer mi bolsa marrón roza el faro trasero izquierdo del Ibiza. Ya estoy a su lado. Mira que limpito, que brillante, sin una rozadura, con su San Cristóbal en el salpicadero. Claro, con ese invento de la una rueda. Mi pie golpea con furia la rueda trasera izquierda.

-¡Gilipollas¡, por atravesado y tozudo, por espiarme cuando aparco- mascullo entre dientes.

-¿Me habrá visto alguien?- me digo temerosa e inquieta.

Aguzo la vista y el oído, otra mirada a la planta, vuelvo la cabeza de nuevo: no hay ni rata, nada, el vacío. Agarro con fuerza la llave del coche, todavía en mi mano, y desde la cerradura de la puerta del conductor comienzo a trazar una línea sin fin, profunda e intensa, como un castigo divino. Ahora sé que ya no puedo parar. Mi zarpa clavada en la chapa fría, en el gris humo del capó, rasgando ese pedazo de alma cutre, estéril y miserable. Mi garra prosigue su camino en el lateral derecho, trazo un surco árido y seco, ruin como la mezquindad, repleto de humillación. Mi pezuña cargada de mortal veneno se hunde sin piedad en ese trasero odiado y visto hasta la saciedad; la retuerzo con rabia en el vidrio lateral izquierdo, un último grito final escapa, un chirriar que hace apretar con fuerza los dientes.

–¿Te duele?- pregunto.

Nada, solo silencio. Guardo mis llaves, sacudo la melena con satisfacción, y con un aire de desdén decidido enfilo mis “farrutx” de charol negro hacia el ascensor.

30.4.04

a mil

¡Vaya¡, luz verde, avanzamos; el enano asqueroso habrá entrado. Él y su señora con perrito viven en la misma calle y todavía guarda su “Seita” en el garaje. Seis, no, siete años compartiendo garaje, observando como invade la plaza de la guapa del Audi rosa y la zona común. Mala táctica, todos nos pegamos al maletero de su recién estrenado Seat Ibiza al tratar de clavar nuestras “machinas” en los ajustados huecos de este garaje pequeño e intrincado. Claro que, esto lo ha avinagrado más, ahora cada vez que aparca coloca una rueda arrimada a su maletero –incluso ha clavado un apoyo en el suelo-. Ya no podemos rayar su preciosidad con nuestras maniobras.

Pasa el Golf, uno menos. ¡Por fin¡ estoy delante de la máquina, ansiosa por ver parpadear ese dichoso piloto verde. He tenido suerte, esta ranura milagrosa escupe su cartón dichoso, esto fue más rápido de lo previsto.

Ahora, a buscar las plazas libres. Comienzo mi descenso a los infiernos, continuo bajando y me adentro en la espesura automovilística del sótano 1. Giro a la derecha y encarrilo el pasillo lateral atenta entre la maraña de colores brillantes. Al fondo, cerca de una columna, no muy lejos, veo al vecino y señora dirigiéndose al ascensor, a toda prisa.

-¡Sí, sí, corred malditos, llegáis tarde¡, casi les grito.
-Nena, deja de vigilar al vecino que casi te la pegas con el morro del mercedes azul; me digo, impaciente, pensando que la que no llega soy yo.

Será mala suerte, otra vuelta. Al fin encuentro un hueco y suelto mi “little” Peugeot 205, entre el Galloper, que me llevará al fin del mundo, y un Land Rover marrón decaído.

¡Joder¡ que tarde es, ya las 11. Mala hora. La duda empieza a asaltarme, seguro que Paco y Raquel ya han entrado. Bueno, entro igual, si… ¿Habrá entradas?
A mil, recojo el bolso y el abrigo, busco las llaves, no las encuentro, revuelvo en el bolso otra vez, ni las oigo. Harta, abro de la puerta y compruebo si me las he dejado puestas, efectivamente ahí están. ¡Zás¡ se me escapa la mano y estrello la puerta con la rabia. Mientras cierro el coche diviso el Ibiza metalizado, del fiera ese, dos filas más allá, zona D6, prácticamente al lado del ascensor, en mi ruta.

18.4.04

El Campillo

Esperar la entrada a un aparcamiento cuando la hora del cine se me echa encina, me irrita, no lo puedo remediar, me pone a cien. Aquella noche el parking del “Campillo” estaba completo. Ese parpadeo: rojo: completo, verde: libre, enciende un piloto de ansiedad que me revuelve en el asiento buscando algo que hacer. Con la mirada recorro la cola -¡bah¡ no son muchos-, el tierno escaparate de moda infantil de la derecha, la estatua de las niñas saltando a la comba, en la plaza. ¡Qué hortera¡

De pronto, la cola avanza, el Golf rojo toma la curva de acceso a la rampa de entrada y puedo ver al afortunado que ahora espera recoger el ticket; un tipo mayor, pelo casi blanco, de unos sesenta y pico, cara afilada. Curiosa, vuelvo a mirar.

¡Huy¡, pero si a ese lo conozco, es el vecino, el energúmeno del tercero. Sí, sí, es él, con ese perfil de pájaro carpintero, su cara de mala leche y ese rictus de pocos amigos mirando fijamente la ranura de la máquina.

Qué descanso, desde que se largaron. Se acabaron las broncas y discusiones, los insultos a la mujer, los portazos, y los golpes en mi techo por la música. Qué simbiosis más extraña en ese piso –nunca puede averiguar el parentesco de la rubia con el núcleo duro familiar: el tipo enjuto, la morena y el hijo. ¿Por qué vivieron esos años juntos? Creo que todos los vecinos enseguida nos dimos cuenta de su marcha, se terminaron los gritos en cualquier momento. Desde entonces, la rubia, Manola, es mi vecina favorita, la de los favores, vaya, sobre todo desde que nos vimos en la manifestación contra la guerra de Irak. También la noto más feliz.

6.4.04

una noche

Una noche de luna llena, el gitano encontró la tristeza azul tirada en el suelo, su cabeza había rodado pasillo abajo, lágrimas de sangre señalaban el rumbo de aquel naufragio.
La tomó en brazos, secó sus lágrimas y la sentó en sus rodillas. Ella cerró los ojos, se acurrucó y, sin corazón, le cantó una por una todas esas penas que él mantenía ocultas.

5.4.04

el gitano

El gitano vaga por su cueva con las tristezas corriendo por el pasillo.
A fuerza de noches ha logrado seducirlas un poquillo
y que tomen el sol en la terraza.
Cuando ya les cante, saltarán por la ventana.

31.3.04

los enanos

Con el sol llegaron los pájaros, pero solo los enanos del quinto se atrevieron. Jugaron al “dale que no se mueve” dejando un rastro de canicas, un “pin y pon” jardinero y su maceta, el espejo dorado de barbie-princesa, una goma roja…Aquella esquina del patio ha ido tomando el aspecto de una tumba micénica y nuevas pertenencias acompañan a la difunta.

10.3.04

21 gramos

Los días van consumiendo a la paloma -y van diecisiete-. Ha perdido esos 21 gramos y todo el peso del alma. Más enjuta y delgada, toda piel y plumas. Tan solo añadir: una pinza rosa y un calcetín al velorio; ni siquiera huele: el frío conserva los muertos.

29.2.04

la paloma

Más nieve, más frío y más noches con sus siete días.
La paloma todavía sigue en el patio, rígida y fría como la muerte. Sus plumas cansadas ya no se dejan agitar por el viento.
Ahora dos pinzas de plástico verde velan su cadáver.

25.2.04

amores que matan

Todo aquel amor le atenazaba el alma, le impedía salir de lo inmediato, de lo cercano, del nido, del regazo y los mimos.
Un día el cronopio (gracias, Cortázar) diluyó su amor en un estanque cualquiera, no dejó nada en el tintero y cerró la puerta.

Ahora que ha descubierto los otros mundos, no sale de su asombro.

19.2.04

Bamboleo

Parece que mi vida se ha vuelto un constante bamboleo, y todo oscila de los fragmentos a las burbujas. De los fragmentos de tozuda realidad a las burbujas de los sentimientos. Así entre burbujas y fragmentos vamos matando el rato.
Hay burbujas blancas de cristal transparente que suenan a noche y burbujas de sol invernal que templan el alma. Hay fragmentos instalados en el cotidiano transcurrir, como parásitos aferrados a la piel de una ballena, que nos someten y se alimentan de nosotros.

15.2.04

la resaca del 14-F

¡Minino, minino... pero esta nenita que se cree¡ Qué pesada, no deja de achucharme. Y ese olor a frívola, rebelde de Gaultier, no lo aguanto.
Al que no entiendo es al amo Luis: princesa arriba, princesa abajo, mi niña preciosa... ¡Qué pastel es éste¡

Claro que lo de la señora Elena es para salir huyendo: que hoy sí, mañana no, que eres mi vida, que te deseo y no te tengo... Una de cal y otra de arena, con ese tipo de negro y olor a cuero que cualquier día me despelleja la cola con esas botas cubanas/ de tacón cubano.

Con lo bien que vivía yo en mi cestita azul, a mesa puesta, con los paseos y los mimos de Luis y Elena. Ahora, como de rancho y los mimos que sobran.

11.2.04

turkish bar

Aquel pequeño bar de esquina, cutre, oscuro y ruinoso, refugio de alcohólicos padres de familia se ha cargado de olores.
Primero aparecieron las ventanas, luego las teteras, los posters del Egipto turístico y el moreno que siempre mira cuando paso. Luego llegaron las especias, los olores de la Kasbah de Casablanca o Argel, o el barrio turco de Berlín.

Aromas desconocidos, dulces y un algo pastosos. Su fragancia me encontró desprevenida aquella tarde febreril de inusitada primavera.
Aquellos efluvios envolvieron mis sentidos, y no pude por más que volver mi cabeza con sorpresa.
- ¿Qué huele?
- Ah, el nuevo bar, comprendí tras rastrear su huella en el aire.

Ahora, cada vez que me acerco a la esquina estiro mi naricita esperando mi ración diaria de los nuevos perfumes lejanos, melancólicos y empalagosos.
El exotismo de Oriente ha llegado a provincias.

18.1.04

El norte frío

La mañana soleada prometía hacer sentir ese calorcito en la piel. El azote de un norteño viento helador me devolvió a la melancolía dominguera.

"Ella pensaba que había terminado con todas las traiciones, las bajezas y los innumerables apetitos que la torturaban. Ahora no odiaba a nadie, un crepúsculo confuso se abatía en su pensamiento, y de todos los ruidos de la tierra no oía más que la intermitente lamentación de aquel pobre corazón, suave e indistinta, como el último eco de una sinfonía que se aleja."
Gustave Flaubert.