30.4.04

a mil

¡Vaya¡, luz verde, avanzamos; el enano asqueroso habrá entrado. Él y su señora con perrito viven en la misma calle y todavía guarda su “Seita” en el garaje. Seis, no, siete años compartiendo garaje, observando como invade la plaza de la guapa del Audi rosa y la zona común. Mala táctica, todos nos pegamos al maletero de su recién estrenado Seat Ibiza al tratar de clavar nuestras “machinas” en los ajustados huecos de este garaje pequeño e intrincado. Claro que, esto lo ha avinagrado más, ahora cada vez que aparca coloca una rueda arrimada a su maletero –incluso ha clavado un apoyo en el suelo-. Ya no podemos rayar su preciosidad con nuestras maniobras.

Pasa el Golf, uno menos. ¡Por fin¡ estoy delante de la máquina, ansiosa por ver parpadear ese dichoso piloto verde. He tenido suerte, esta ranura milagrosa escupe su cartón dichoso, esto fue más rápido de lo previsto.

Ahora, a buscar las plazas libres. Comienzo mi descenso a los infiernos, continuo bajando y me adentro en la espesura automovilística del sótano 1. Giro a la derecha y encarrilo el pasillo lateral atenta entre la maraña de colores brillantes. Al fondo, cerca de una columna, no muy lejos, veo al vecino y señora dirigiéndose al ascensor, a toda prisa.

-¡Sí, sí, corred malditos, llegáis tarde¡, casi les grito.
-Nena, deja de vigilar al vecino que casi te la pegas con el morro del mercedes azul; me digo, impaciente, pensando que la que no llega soy yo.

Será mala suerte, otra vuelta. Al fin encuentro un hueco y suelto mi “little” Peugeot 205, entre el Galloper, que me llevará al fin del mundo, y un Land Rover marrón decaído.

¡Joder¡ que tarde es, ya las 11. Mala hora. La duda empieza a asaltarme, seguro que Paco y Raquel ya han entrado. Bueno, entro igual, si… ¿Habrá entradas?
A mil, recojo el bolso y el abrigo, busco las llaves, no las encuentro, revuelvo en el bolso otra vez, ni las oigo. Harta, abro de la puerta y compruebo si me las he dejado puestas, efectivamente ahí están. ¡Zás¡ se me escapa la mano y estrello la puerta con la rabia. Mientras cierro el coche diviso el Ibiza metalizado, del fiera ese, dos filas más allá, zona D6, prácticamente al lado del ascensor, en mi ruta.

18.4.04

El Campillo

Esperar la entrada a un aparcamiento cuando la hora del cine se me echa encina, me irrita, no lo puedo remediar, me pone a cien. Aquella noche el parking del “Campillo” estaba completo. Ese parpadeo: rojo: completo, verde: libre, enciende un piloto de ansiedad que me revuelve en el asiento buscando algo que hacer. Con la mirada recorro la cola -¡bah¡ no son muchos-, el tierno escaparate de moda infantil de la derecha, la estatua de las niñas saltando a la comba, en la plaza. ¡Qué hortera¡

De pronto, la cola avanza, el Golf rojo toma la curva de acceso a la rampa de entrada y puedo ver al afortunado que ahora espera recoger el ticket; un tipo mayor, pelo casi blanco, de unos sesenta y pico, cara afilada. Curiosa, vuelvo a mirar.

¡Huy¡, pero si a ese lo conozco, es el vecino, el energúmeno del tercero. Sí, sí, es él, con ese perfil de pájaro carpintero, su cara de mala leche y ese rictus de pocos amigos mirando fijamente la ranura de la máquina.

Qué descanso, desde que se largaron. Se acabaron las broncas y discusiones, los insultos a la mujer, los portazos, y los golpes en mi techo por la música. Qué simbiosis más extraña en ese piso –nunca puede averiguar el parentesco de la rubia con el núcleo duro familiar: el tipo enjuto, la morena y el hijo. ¿Por qué vivieron esos años juntos? Creo que todos los vecinos enseguida nos dimos cuenta de su marcha, se terminaron los gritos en cualquier momento. Desde entonces, la rubia, Manola, es mi vecina favorita, la de los favores, vaya, sobre todo desde que nos vimos en la manifestación contra la guerra de Irak. También la noto más feliz.

6.4.04

una noche

Una noche de luna llena, el gitano encontró la tristeza azul tirada en el suelo, su cabeza había rodado pasillo abajo, lágrimas de sangre señalaban el rumbo de aquel naufragio.
La tomó en brazos, secó sus lágrimas y la sentó en sus rodillas. Ella cerró los ojos, se acurrucó y, sin corazón, le cantó una por una todas esas penas que él mantenía ocultas.

5.4.04

el gitano

El gitano vaga por su cueva con las tristezas corriendo por el pasillo.
A fuerza de noches ha logrado seducirlas un poquillo
y que tomen el sol en la terraza.
Cuando ya les cante, saltarán por la ventana.