Es menuda y morena, con el pelo azabache de gitana del sur. Sube despacio y ausente como si el largo abrigo de paño negro fuese una pesada cruz que maltrata sus hombros estrechos. Camina calle arriba con la mirada solitaria, el gesto caído y la mirada escondida entre los pliegues de la falda. Arrastra sus dos perros tintineantes como si de dos tigres mansos se tratase. Ellos abrigados con sus jerseicitos azul marino con dibujos blancos y rojos, tapados hasta las orejas con los gorritos rojos caminan alegres y saltarines ajenos a la tristeza de la mujer de luto.
Bajo por la acera de enfrente con mis pantalones estampados y la boina azulada. Su rostro ajado, su figura enlutada, sus pasos cerrados y el tintín de los cascabeles estrujan mi corazón; querría cruzar la calle, decirle que..., que es sábado y hace sol, que escucho sus cascabeles desde mi balcón, que me recuerda a "La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa? Los suspiros se escapan de su boca de fresa, que ha perdido la risa, que ha perdido el color", que ellos nunca la abandonarán, que ellos la necesitan, y preguntarle cómo se llaman, si comen bien, cuántos años tienen...
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