Un domingo de sol radiante que se refleja en los cd’s tendidos en el balcón ladrillos rojizos. El viento del norte quiebra las esperanzas del deseado calorcito otoñal. El fresco entumece los dedos de los pies que asoman por las madrugadoras sandalias.
Desde la cueva del moro, en los riscos de Calvarrasa de Arriba diviso los antiguos campos de batalla, a lo lejos, hacia el sudoeste, el teso desde el que Wellington dirigía la batalla de Los Arapiles, a la derecha la ermita donde se produjo la primera escaramuza de la batalla.
Campos de trigo pelados en los que ovejas holgazanas rillan la paja que queda, cercados por los resecos bosques de encinas, no revelan restos de luchas, bayonetas, ni cañones, tan solo el lejano monolito conmemorativo en lo alto del teso. No resuenan en los cerros los ecos de las voces moribundas de los soldados ingleses, franceses, españoles, portugueses o alemanes. El sol en el rostro, el silencio en la brisa norteña cortada por el temblor de las campanillas de las ovejas; la tarde se desliza con cautela hacia un lunes madrugador.
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