A la una, el sol caldeaba con salero el aire madrugador. En el rastro, los puestos reventaban de mirones y taimados, sobre todo los de bolsos y camisas de falsos Prada, Gucci o Ralph Lauren, poco interés por las plantas y nada por la quincallería del fondo.
Mi puesto favorito es uno de ropa de segunda mano, especializado en chaquetas, pantalones y abrigos de piel. Me encanta ponerme esas chaquetas usadas por quién sabe en algún lugar del mundo, gastadas de tiempo, con alguna rozadura, cicatriz de un descuido al apoyarse en la balaustrada del Pont Neuf o con huellas de carmín recuerdo de un amor perdido. En esos instantes me siento arropada por el calor de unos extraños, una nueva piel con memoria me protege. Casi, casi puedo oler los perfumes de sus dueños. En abril, un chaquetón de piel con bordados de colores escondía en su cuello de cordero melenudo un ligero aroma a lavanda y patchouli, quizás recuerdo de sus días en Woodstock. Esta mañana había varios gorros de visón marrón muy de la bella Lara y un precioso casquete de astracán marrón con mini visera al estilo de las chicas Courréges de los sesenta. Made in France. Huele a restos de champán y madera. Ya no puedo seguir sin él a pesar de su forro maltrecho. Sé que sus dueñas me protegerán en las noches de destierro helado y mantendrán mi cabeza fría y el corazón caliente.
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