Estoy pero no… estoy. Si es que no gano para sustos publicitarios. Me tropiezo literalmente con el anuncio gigante de AVET en la avenida de Portugal, frente a la sucursal del Banco del señor Botín: una rubia desmelenada me mira fijamente embutida en una faja negra que le llega al sostén. ¡Ha vuelto la faja! Un hilillo, solamente un frágil e insinuante hilillo de piel entre el borde de la faja y el sujetador. Del susto he pisado el freno tan a fondo que mi cochecito se ha clavado y un Megane resuelto casi me trasquila el trasero. ¡Y yo sin faja! Es negra, despampanante, comprime grasas de hierro en guante de terciopelo, estiliza la densidad de los años o las pasadas por el frigorífico, ni un michelín al descubierto, el sueño de las walkirias. Mi tía, la moderna, se pasó los sesenta quemando fajas en las calles de Londres, abandonar la faja fue la revolución de su generación, como el sufragio femenino lo fue en la de mi abuelita, y ahora volvemos a las andadas, a la faja de lycra o politnoséqué con el touch glamuroso del negro para que no se diga. Y si ligas una noche de sopetón ¿qué haces, vas al baño a quitarte la faja o no ligas? Porque en los años de mi abuelita no se ligaba de repente…
Unas horas más tarde, todavía con la cabeza bullendo a preguntas, leo que Sara Blakely, una americana tan rubia como la del anuncio de AVET, es la millonaria número 1.153 de la lista Forbes —¡a sus 41 años!— gracias a su ¡faja!!! —conocida como el “secreto de la alfombra roja”—. Su empresa Spanx de ropa interior reductora, o sea fajas de todos los tipos y colores, desde la rodilla a los hombros, que mantienen a raya los michelines, la ha llevado a la cumbre en sólo 10 años.
Será el momento de recuperar el camisón monja. ¿Llegaré a la lista Forbes con la nueva versión de la túnica sagrada?
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