Viernes 26 de agosto. Crepúsculo. Un aire lento y frío resbala por las escaleras de la Clerecía, tropieza con el extranjero de boina negra que toca el violín en la esquina de la calle Meléndez y rueda a trompicones por la calle Compañía. Acaba de terminar su pieza desafinada, observa las mesas de la terraza mientras riega con su aliento norteño los dedos regordetes enrojecidos por la artrosis, sus pies un sombrero de paja, una flor pálida y algunos céntimos. Sopla la brisa y vuelve a soplar su aliento. Hoy la mujer meridional no toca el arpa. El violín solitario desgasta sus notas entre los pies de los viajeros; hacia la madrugada que esperan abrazados en la estrechez de una habitación de cualquier pensión.
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