Como era un domingo frío, de viento alocado que revolvía el pelo y levantaba los copos hasta las nubes, me fui a pasear por la orilla del Tormes, a la zona de entrepuentes. Cuando los copos volteaban unos tras otros histéricos, me refugié en el Museo de Automoción. Un edifico feo y desgarbado al lado del antiguo molino de harinas.
En el museo hay coches por un tubo -mi hermano quedaría subyugado- incluso antecedentes remotos de nuestro imprescindible cuatro ruedas: nostálgicos Topolino de las películas neorrealistas italianas o el 1500 del desarrollismo patrio.
Uno de mis favoritos es el precioso Mercedes-Benz 320 descapotable traído a España por el cónsul alemán en Sevilla durante la guerra civil. Ahora en el museo bien cuidado y a salvo de balas, pero tal vez antes había venido a la ciudad. Tal vez Salamanca no es nueva para él. Quizá ya había estado aquí cuando los alemanes tenían su cuartel general en el Palacio de Orellana. Quizá paseó a Carmen Polo por las calles cercanas al Palacio Episcopal o la plaza de los Bandos en busca de algún anticuario o joyero. Quizá trasladó al señor Millán Astray con su parche de pirata al aula magna de la Universidad para pronunciar su airado discurso. Quizá escuchó las palabras de Carmen Polo al tuerto de La Coruña para que no enviase al pelotón de fusilamiento al señor Unamuno. Quizá, incluso, fue testigo de los jadeos lujuriosos del tuerto y la cupletista de moda.
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